En un reino encantado donde los hombres nunca podrán llegar, o quizás donde los hombres transitan eternamente sin darse cuenta.
Había una vez un señor que tenía un sirviente bastante tonto.
El señor no era tan mezquino como para echarlo, ni tan generoso como para mantenerlo sin que hiciera nada, (¡que es lo mejor que se puede hacer con un tonto!). El caso es que el señor trataba de darle tareas sencillas para que el tonto “sirviera para algo”. Un día lo llamó y le dijo:
—Anda hasta el almacén y compra una medida de harina y una medida de azúcar. La harina es para pan y el azúcar para dulce, así que: Que no se mezclen. ¿Me escuchaste? ¡Que no se mezclen!
El sirviente hizo esfuerzos por retener la orden: una medida de harina, una medida de azúcar y que no se mezclen…
Que no se mezclen. Tomó una bandeja y partió al almacén.
Camino al almacén repetía para sus adentros “una medida de harina y una medida de azúcar, ¡pero que no se mezclen!”
Llegó al almacén:
—Una medida de harina, señor.
El almacenero metió el jarro de la medida en la harina y la sacó colmada. El sirviente acercó la bandeja y el almacenero vació el jarro sobre la bandeja.
—Y una medida de azúcar –dijo el comprador.
Otra vez el almacenero tomó una medida, la introdujo en el gran cajón y la sacó, esta vez llena de azúcar.
—¡Que no se mezclen! –dijo el sirviente.
—Y entonces ¿dónde pongo el azúcar? –preguntó el almacenero.
El otro pensó un rato, y mientras pensaba (cosa que buen trabajo le costaba), pasó la mano por el lado de abajo de la bandeja “dándose cuenta que estaba vacío” (¿?), así que, en una rápida decisión, dijo:
—Acá –Y dio vuelta la bandeja derramando, por supuesto, la harina.
El sirviente dio media vuelta y volvió contento a la casa: una medida de harina, una de azúcar y que no se mezclen.
Cuando llegó el señor de la casa lo vio entrar con la bandeja de azúcar, le preguntó:
—¿Y la harina?
—¡Que no se mezclen! –contestó el tonto— ¡Está acá!… y en un rápido movimiento, dio vuelta la bandeja… derramando también el azúcar.
En un reino mágico, donde las cosas no tangibles, se vuelven concretas…
Había una vez… un estanque maravilloso.
Era una laguna de agua cristalina y pura donde nadaban peces de todos los colores y donde todas las tonalidades del verde se reflejaban permanentemente…
Hasta ese estanque mágico y transparente se acercaron a bañarse, haciéndose mutua compañía, la tristeza y la furia.
Las dos se quitaron sus vestimentas y desnudas entraron al estanque.
La furia, apurada (como siempre está la furia), acelerada – sin saber por qué – se bañó rápidamente y más rápidamente aún, salió del agua…
Pero la furia es ciega, o por lo menos no distingue claramente la realidad, así que, desnuda y apurada, se puso, al salir, la primera ropa que encontró…
Y sucedió que esa ropa no era la suya, sino la de la tristeza…
Y así vestida de tristeza, la furia se fue.
Muy calma, y muy serena, dispuesta como siempre a quedarse en el lugar donde está, la tristeza terminó su baño y sin ningún apuro (o, mejor dicho, sin conciencia del paso del tiempo), con pereza y lentamente, salió del estanque.
En la orilla se encontró con que su ropa ya no estaba.
Como todos sabemos, si hay algo que a la tristeza no le gusta es quedar al desnudo, así que se puso la única ropa que había junto al estanque, la ropa de la furia.
Cuentan que desde entonces, muchas veces uno se encuentra con la furia, ciega, cruel, terrible y enfadada, pero si nos damos el tiempo de mirar bien, encontramos que esta furia que vemos es sólo un disfraz, y que detrás del disfraz de la furia, en realidad… está escondida la tristeza…