Salieron de la fábrica de vidrios el mismo día. Los obreros los trataron con mucha atención y cautela. Eran diez láminas de vidrios de colores. Láminas celestes, verdes, azules, naranjas, amarillas, rojas, moradas.
¿Habéis visto que bien nos tratan? – exclamó orgullosa una lámina azul.
En verdad somos una de las cosas más preciosas del universo – le replicó la amarilla.
Lo mejor de lo mejor somos nosotras – gritaron al unísono las rojas. Somos el color de la sangre, de la vida, de la lucha.
Las rojas siempre se creen especiales – protestaron las de tonos azules.
Las levantaron y las cargaron sobre un camión. Las descargaron en una estancia grande, llena de obreros que se movían como hormigas laboriosas. Uno de ellos agarró la primera lámina, una azul, la colocó sobre una gran mesa y trazó sobre su superficie extraños adornos.
Después el hombre empuñó un instrumento afilado y comenzó a cortar la plancha en fragmentos de diversos tamaños.
¡No! ¡No me rompas! – gritaba desesperada la lámina azul.
Las demás planchas se horrorizaron y comenzaron a lamentarse y llorar.
¡Aquí nos destrozan! ¡Hagamos huelga! – gritaron las láminas rojas.
Pero fue inútil. Una tras otra, todas fueron troceadas. Solo la lámina morada, a la chita callando, logró esconderse detrás de un armario.
Los obreros recogieron los fragmentos de vidrio y los dispusieron sobre otra gran mesa. Uno rojo y otro amarillo estaban juntos y comenzaron a discutir.
No quiero estar junto a este – protestaban ambos al unísono.
Los trozos azules vociferaban contra los verdes: ¡Lejos de aquí, profetas de desventuras!
Pero los diligentes obreros no habían terminado entre fragmento y fragmento hicieron correr un chorro ardiente de plomo que soldó indisolublemente uno con otro.
Esta vez no tuvieron ni siquiera fuerza para protestar. Luego fueron trasladados de un sitio a otro hasta llegar a un espacio muy grande, oscuro, en alto, bajo una gran bóveda.
Aquí somos todos iguales: grises y escuálidos. Así es la vida – filosofó un amarillo.
Charlaron un poco, pero se aburrían y se quedaron dormidos. Por la mañana llegó la luz.
Los despertó un coro de “Ooooh”. Restregándose los ojos vieron una multitud que, maravillada, se apretujaba mirando hacia arriba, hacia ellos.
En los ojos de la gente pudieron verse reflejados por primera vez. Enmudecieron por la sorpresa: se habían convertido en una asombrosa vidriera multicolor que representaba a Jesús rodeado de niños. La luz del sol los inundaba y hacía resaltar cada color en toda su intensidad.
Por fin, los trozos de vidrio, en el fondo de su corazón, eran felices y estaban satisfechos. Juntos habían comprendido el fin para el que habían sido creados.
¿Y la lámina morada? Algún tiempo después, la encontraron detrás del armario cubierta de polvo y, no sabiendo que hacer con ella, la rompieron y la echaron a un contenedor de desechos.