El emperador mogol Akbar salió un día al bosque a cazar. Cuando llegó la hora de la oración de la tarde, desmontó de su caballo, tendió su estera en el suelo y se arrodilló para orar, tal y como hacen en todas partes los devotos musulmanes.
Pero, en aquel preciso momento, una campesina, inquieta por la desaparición de su marido, que había salido de casa aquella mañana y no había regresado, pasó por allí como una exhalación. Sin reparar en la presencia del arrodillado emperador, tropezó con él y rodó por el suelo, pero se levantó y, sin pedir ningún tipo de disculpas, siguió corriendo hacia el interior del bosque.
Akbar se sintió irritado por aquella interrupción, pero como era un buen musulmán, observó la regla de no hablar con nadie durante la oración obligatoria.
Más tarde, justamente cuando él acababa su oración, volvió a pasar por allí la mujer, esta vez alegre y acompañada de su marido, al que había conseguido encontrar. Al ver al emperador y a su séquito, ella se sorprendió y se llenó de miedo. Entonces Akbar dio rienda suelta a su enojo contra ella y le gritó: «¡Explícame ahora mismo tu irrespetuoso comportamiento si no quieres que te castigue!»
Entonces la mujer perdió de pronto el miedo, miró fijamente a los ojos del emperador y le dijo: «Majestad, iba tan absorta pensando en mi marido que no os vi, ni siquiera cuando, como decís, tropecé con vos. Ahora bien, dado que vos estabais en plena oración, habíais de estar absorto en Alguien infinitamente más valioso. ¿Cómo es que reparasteis en mí?»El emperador, avergonzado, no supo qué decir. Más tarde confiaría a sus amigos que una simple campesina, no un experto ni un «mullah», le había enseñado lo que significa la oración.