Érase una vez una madre que estaba muy apesadumbrada porque sus dos hijos se habían desviado del camino en que ella los había educado. Mal aconsejados por sus maestros, habían abandonado la fe católica adhiriéndose a la herejía, y además se estaban entregando a una vida licenciosa cayendo cada día más por la pendiente del vicio.
Un día, esta madre fue a desahogarse con un santo eremita que vivía en el desierto. Era este un santo monje, que se había ido al desierto a fin de estar en la presencia de Dios purificando su corazón con el ayuno y la oración. A él acudían cuantos se sentían atormentados por la vida.
La madre le abrió el corazón al santo monje, contándole toda su angustia. Su esposo había muerto cuando sus hijos eran aún pequeños, y ella había tenido que dedicar toda su vida a su cuidado. Había puesto todo su empeño en recordarles permanentemente la figura del padre ausente, a fin de que los pequeños tuvieran una imagen que imitar y una motivación para seguir su ejemplo. Pero, ahora, ya adolescentes, se habían dejado influir por las doctrinas de maestros que no seguían el buen camino y enseñaban a no seguirlo. Y ella sentía que todo el esfuerzo de su vida se estaba volviendo inútil.
¿Qué hacer? Retirar a sus hijos de la escuela, era exponerlos a que, suspendidos sus estudios, terminaran por sumergirse aún más en los vicios para dedicarse al ocio y a la vagancia.
Lo peor de la situación era que ella misma ya no sabía qué actitud tomar respecto a sus convicciones religiosas y personales. Porque si éstas no habían servido para mantener a sus propios hijos en la buena senda, quizás fueran indicio de que estaba equivocada también ella. En fin, al dolor se sumaba la dura y el desconcierto no sabiendo qué sentido podría tener ya el continuar siendo fiel al recuerdo de su difunto esposo.
Todo esto y muchas otras cosas contó la mujer al santo eremita, que la escuchó en silencio y con cariño. Cuando terminó su exposición, el monje se levantó de su asiento y la invitó a que juntos se acercaran a la ventana. Daba esta hacia la falda de la colina donde solamente se veía un arbusto, y atada a su tronco una burra con sus dos burritos mellizos.
– ¿Qué ves? – le preguntó a la mujer que respondió:
-Veo una burra atada al tronco del arbusto y a sus dos burritosque retozan a su alrededor sueltos. A veces vienen y maman un poquito, y luego se alejan corriendo por detrás de la colina donde parecen perderse, para aparecer enseguida cerca de su burra madre. Y esto lo han venido haciendo desde que llegué aquí. Los miraba sin ver mientras te hablaba.
-Has visto bien – le respondió el ermitaño-. Aprende de la burra. Ella permanece atada y tranquila. Deja que sus burritosretocen y se vayan. Pero su presencia allí es un continuo punto de referencia para ellos, que siempre retornan a su lado. Si ella se desatara para querer seguirlos, probablemente se perderían los tres en el desierto. Tu fidelidad es el mejor método para que tus hijos puedan reencontrar el buen camino cuando se den cuenta de que están extraviados.
Diciendo esto la bendijo, y la mujer retornó a su casa con la paz en su corazón.