En los alrededores de la estación de una gran ciudad se daban cita día y noche, una multitud de marginados: mendigos, ladrones, timadores, drogadictos. De todo tipo y color. Se veía a las claras que era gente infeliz y desesperada. Larga barba, ojos legañosos, manos temblorosas, andrajos, suciedad.
Más que de dinero, todos tenían necesidad de un poco de consuelo y de ánimo para vivir. Pero hoy estas cosas no las sabe dar casi nadie.
Llamaba la atención entre todos un joven, sucio, con melena larga y descuidada, que se movía en medio de aquellos pobres náufragos de la ciudad como si él poseyera, una balsa personal para salvarse.
Cuando las cosas le iban mal, en los momentos de soledad, de amargura y de angustia, el joven sacaba de su bolso un papelito mugriento y arrugado y lo leía. Después lo doblaba cuidadosamente y lo metía de nuevo en el bolsillo. A veces lo besaba, lo apoyaba en la frente o en el corazón.
La lectura de aquel billetito hacía efecto inmediato. El joven parecía reconfortado, levantaba los hombros y cobraba ánimo.
– ¿Qué era lo que estaba escrito en aquel papelito misterioso? Solamente seis palabras: “La puerta pequeña está siempre abierta”.
Eso era todo.
Era un billete que le había mandado su padre. Significaba que había sido perdonado y que, en cualquier momento, podía volver a casa.
Y una noche lo hizo. Encontró abierta la puerta pequeña del jardín. Subió silenciosamente las escaleras y se metió en su cama.A la mañana siguiente, cuando se despertó, junto a la cama estaba su padre. En silencio se abrazaron.