Érase un rey poderoso que había pasado una mala noche. En su sueño, una horrible pesadilla, experimentaba la pérdida de todos sus dientes. Se despertó preocupado, y enseguida mandó llamar a uno de sus fieles consejeros para interpretar la visión.
¡Qué desgracia!, mi señor – exclamó el sabio. – cada diente que se te ha caído, representa la pérdida de un pariente suyo.
-¡Qué insolencia! – gritó el Rey enfurecido- ¿Cómo te atreves a decirme semejante cosa? ¡Fuera de aquí! y llamó a su guardia para que lo echaran, pero que previamente le dieran cien latigazos.
Como seguía preocupado, mandó llamar a otro de sus hombres de confianza. El segundo sabio escuchó con atención, y después de un momento de reflexión comentó su interpretación del sueño.
-¡Oh, Excelso Señor! Te ha sido reservada una Gran Felicidad. El sueño, significa que sobrevivirás a todos tus parientes.
Escuchado esto, el rostro del Rey se iluminó y ordenó premiar al sabio con cien monedas de oro.
Un sirviente que había observado las dos escenas se acercó al segundo sabio mientras este salía de los aposentos del rey y le preguntó:
– No entiendo nada de lo que ha pasado. ¿Lo que le dijo al rey no significaba exactamente lo mismo que la interpretación del otro sabio? A ti te han dado cien monedas de oro y al otro cien latigazos. No lo comprendo.
– Recuerda bien amigo mío, – le respondió el sabio- que todo depende de la forma en el que digas las cosas. Uno de los grandes desafíos de la humanidad es aprender a comunicar.
La felicidad o la desgracia, la paz o la guerra dependen de como las comuniquemos. La verdad debe ser dicha, pero dependiendo de la forma en que la digamos, puede provocar grandes problemas. La verdad, continuó diciendo el Sabio- puede compararse a una piedra preciosa.
Si la lanzamos contra el rostro de alguien, puede herir, pero si la envolvemos en un delicado embalaje y la ofrecemos con ternura, ciertamente será aceptada con agrado.
Cuenta la leyenda que había una vez un rey que vivía en un lejano país. Era bien conocido en todo el reino que era un gran amante de los animales, así que, en cierta ocasión, recibió como obsequio un regalo que le hizo muy feliz:dos pequeños halcones y se los entregó al maestro de cetrería más experimentado del reino para que los entrenara, exclamando:
¡Voy a hacer de ellos unos expertos cazadores!
Al cabo de algunos meses, el rey pidió informes al maestro cetrero del entrenamiento de las valiosas aves. El maestro le informó que uno de los halcones respondía perfectamente al entrenamiento, pero que, extrañamente, el otro no se había movido de la rama donde lo dejó desde el día de su llegada.
El rey mandó llamar a los mejores curanderos y sanadores del reino para que vieran al halcón, pero el ave se negaba a moverse del árbol.
Entonces decidió encargar la misión a miembros de la corte, pero nada sucedió…
En un acto de desesperación, el rey decidió comunicar a su pueblo que ofrecería una jugosa recompensa a la persona que hiciera volar al halcón.
A la mañana siguiente, vio al halcón volando ágilmente por los jardines, frente a las ventanas de su palacio. El rey le dijo a su corte: “Traedme al autor de este milagro”.
Sus consejeros rápidamente le presentaron a un humilde campesino.
El rey le preguntó: “¿Tú hiciste volar al halcón? ¿Cómo lo hiciste? ¿Eres acaso un mago?
Intimidado, el campesino le dijo al rey: “No fue magia ni ciencia, mi Señor, fue muy fácil, sólo corté la rama y el halcón voló. Se dio cuenta que tenía alas y empezó a volar.”
El rey comprendió que el miedo a lo desconocido a menudo nos paraliza, nos hace aferrarnos a lo que ya tenemos, a lo que consideramos seguro, y eso nos impide volar libres. Ahora veía claro, al igual que el miedoso halcón, todos somos capaces de hacer más cosas de lo que pensamos y que es cuestión de tener confianza en nosotros mismos.
Había unavez una rana que brincaba alegremente entre zanjas, arrozales y frescos nenúfares. Persiguiendo un par de zumbones insectos voladores, llegó, salto tras salto, a la era de una granja. En un rincón discreto y recogido, la rana curiosa descubrió una gran olla. De un salto se colocó en el borde y vio que estaba llena de agua fresca y transparente,
-Una piscina magnífica para mí – pensó.
Con una elegante pirueta, se lanzó al agua y, haciendo gala de los diversos estilos de natación en los que era muy experta, comenzó a zambullirse alegre y despreocupadamente.
Pero una mano distraída encendió el fuego bajo la olla.
El agua se fue templando poco a poco. A la rana le agradó la situación.Oh, ¡qué estupendo! Es una piscina climatizada.
Y continuó nadando. La temperatura comenzó a aumentar. El agua estaba caliente, un poquito más de lo que a ella le hubiera gustado, pero de momento no le preocupó, porque el calor la aturdía un poco.
Ahora el agua estaba caliente de verdad. A la rana comenzó a desagradarle, pero estaba ya tan débil, que la soportaba. Se esforzaba por adaptarse, pero no por salir de la situación.
La temperatura del agua continuaba subiendo progresivamente, sin cambios bruscos, hasta el momento en que la rana acabó por cocerse y morir sin intentar salir de la olla.
Si se hubiera metido de golpe en la olla con el agua a cincuenta grados, la rana habría brincado fuera, superando el récord olímpico de salto de valla.
Entonces el sabio se retiró algunos meses hasta que volvió al reino, y le regaló al rey un anillo; junto con el anillo le regaló también la consigna de que leyera una inscripción interna (un pequeño letrero que sólo el rey podía leer) en los momentos de mayor euforia, de mayor éxito, así como en los momentos de mayor amargura, derrota y depresión.
La gente empezó a notar que el rey en sus mejores y peores momentos miraba a su anillo y leía aquella inscripción interna y que con el paso del tiempo esa costumbre lo había transformado en un hombre más sabio y justo, con mucha mayor capacidad de gobernar sanamente aquella comunidad. Trascendió incluso en el reino que en la inscripción interna del anillo del rey había solamente tres palabras.
Cuando murió el Rey los habitantes del reino quisieron saber cuál era la inscripción que había transformado la historia del Rey y de alguna manera la de ellos también.
Fueron a ver el anillo y en su parte interna encontraron escritas estas tres palabras: “Esto también pasará”.
Estas palabras, en los momentos de mayor euforia y triunfo significaban para el rey la posibilidad de poner los pies en la tierra, así como en los momentos de dolor se transformaban en un símbolo de esperanza. En unos y en otros momentos le significaron la posibilidad de mirar hacia adentro y, desde el sentido del éxito interno, la ansiada fórmula de la felicidad.