Jacinto le preguntó a su amiga Gabriela:
-¿Qué has hecho hoy en la escuela?
-He hecho un milagro -respondió la niña.
-¿Un milagro? ¿Cómo?
-Fue en el catecismo.
-¿Y cómo hiciste el milagro?
-Tenemos como profesora a una señorita enferma. No puede hacer nada sola, sólo hablar y reír.
-¿Y qué pasó?
-La señorita hablaba de los milagros de Jesús. Y los niños dijeron: No es verdad que haya milagros. Si los hubiera, Dios te habría curado. -Y ella ¿qué dijo?
-Dijo: Sí, Dios también hace milagros para mí. Y los niños dijeron: ¿Qué milagro ha hecho? Y ella dijo: Mi milagro sois vosotros porque me lleváis los miércoles a pasear, empujando mi carrito de ruedas. ¿Lo ves? Así que hacemos milagros todos los miércoles por la tarde. La señorita dijo que habría más milagros si la gente quisiera hacerlos.
-¿Y te gusta a ti hacer milagros?
-Sí. Tengo ganas de hacer un montón. Primero pequeños y cuando sea mayor, milagros grandes.
-¿Todos los miércoles?
-Todos los días. La vida es para hacer milagros.
La vida no es para sentarse esperando que Dios haga milagros espectaculares, sino para que nosotros hagamos milagros pequeñitos: querernos y ayudarnos. ¿Acaso es más prodigioso multiplicar los panes que repartirlos bien? ¿Devolver la vista a un ciego que la felicidad a un amargado? Si los hombres hiciésemos milagros pequeñitos la mitad del tiempo que invertimos en soñarlos espectaculares, el mundo marcharía mejor. Los milagros de amar pueden hacerlos niños y grandes, pobres y ricos, sanos y enfermos.