Existía un hombre que, a causa de una guerra en la que había peleado de joven, había perdido la vista.
Este hombre, para poder subsistir y continuar con su vida, desarrolló una gran habilidad y destreza con sus manos, lo que le permitió destacarse como un estupendo artesano.
Sin embargo, su trabajo no le permitía más que asegurarse el mínimo sustento, por lo que la pobreza era una constante en su vida y en la de su familia.
Cierta Navidad, quiso obsequiarle algo a su hijo de cinco años, que nunca había conocido más juguetes que los trastos del taller de su padre, con los que fantaseaba reinos y aventuras. Su papá tuvo entonces la idea de fabricarle, con sus propias manos, un hermoso caleidoscopio.
En secreto y por las noches, fue recolectando piedras de diversos tipos, que trituraba en decenas de partes; pedazos de espejos, vidrios, metales, maderitas.
Al terminar de la cena de nochebuena, pudo, finalmente, a partir de la voz del pequeño, imaginar la sonrisa de su hijo al recibir el precioso regalo.
El niño no cabía en sí de la dicha y la emoción que aquella increíble Navidad le había traído de las manos rugosas de su padre ciego, bajo las formas de aquel maravilloso juguete que él jamás había conocido.
Durante los días y las noches siguientes el niño fue a todo sitio portando el preciado regalo, y con él regresó a sus clases en la escuela del pueblo.
En los tiempos de recreo, entre clase y clase, el niño exhibió y compartió, henchido de orgullo, su juguete, con sus compañeros, que se mostraban igual de fascinados con aquella maravilla.
Uno de aquellos pequeños finalmente se acercó al hijo del artesano, y le preguntó, con la ambiciosa intriga que sólo un niño puede expresar:
– Oye, qué maravilloso calidoscopio te han regalado… ¿dónde te lo compraron?, no he visto jamás nada igual en el pueblo…
Y el niño, orgulloso de poder revelar aquella verdad emocionante desde su pequeño corazón, le contestó:
-No, no me lo compraron en ningún sitio… me lo hizo mi papá.
A lo que el otro pequeño replicó con cierta sorna, y tono incrédulo:
– ¿Tu padre…? Eso es imposible… ¡si tu padre es ciego!
Nuestro pequeño amigo se quedó mirando a su compañero, y al cabo de una pausa sonrió como sólo un portador de verdades absolutas puede hacerlo, y le contestó
-Sí… mi papá esta ciego… ¡pero solamente de los ojos!