El maestro, que se hallaba meditando en su cueva del Himalaya, abrió los ojos y descubrió al abad de un célebre monasterio: “¿Qué deseas?”. El abad le contó una triste historia.
En otro tiempo, su monasterio había sido famoso en todo el mundo occidental, sus celdas estaban llenas de jóvenes novicios, y en su iglesia resonaba el armonioso canto de sus monjes.
Pero habían llegado malos tiempos: la gente ya no acudía al monasterio a alimentar su espíritu, la avalancha de jóvenes candidatos había cesado y la iglesia se hallaba silenciosa. Solo quedaban unos pocos monjes que cumplían triste y rutinariamente sus obligaciones.
“¿Hemos cometido algún pecado para que el monasterio se vea en esta situación?”.
“Sí”, respondió el maestro, “un pecado de ignorancia”.
“¿Y qué pecado puede ser ese?”.
“Uno de vosotros es el Mesías disfrazado, y vosotros no lo sabéis”.
Durante el penoso viaje de regreso a su monasterio, el abad sentía cómo su corazón se desbocaba al pensar que el Mesías, ¡el mismísimo Mesías!, había vuelto a la tierra y había ido a parar justamente a su monasterio. ¿Cómo no había sido él capaz de reconocerle? ¿Y quién podría ser? ¿Acaso el hermano cocinero? ¿El hermano sacristán? ¿El hermano administrador? ¿O sería él, el hermano prior? ¡No, él no! Por desgracia, él tenía demasiados defectos…
Pero resulta que el maestro había hablado de un Mesías “disfrazado” … ¿No serían aquellos defectos parte de su disfraz? Bien mirado, todos en el monasterio tenían defectos…
Cuando llegó al monasterio, reunió a los monjes y les contó lo que había averiguado. Los monjes se miraban incrédulos unos a otros: ¿el Mesías… aquí? ¡Increíble! Claro que, si estaba disfrazado… entonces, tal vez… ¿Podría ser Fulano…? ¿O Mengano, o…?
Una cosa era cierta: si el Mesías estaba allí disfrazado, no era probable que pudieran reconocerlo. De modo que empezaron todos a tratarse con respeto y consideración. “Nunca se sabe”, pensaba cada cual para sí cuando trataba con otro monje, “tal vez sea éste…”.
El resultado fue que el monasterio recobró su antiguo ambiente de gozo desbordante. Pronto volvieron a acudir docenas de candidatos pidiendo ser admitidos en la Orden, y en la iglesia volvió a escucharse el jubiloso canto de los monjes, radiantes del espíritu de Amor.