Cuentan que el primer árabe que cruzo el desierto se encontró junto a una cueva con un anciano de aspecto venerable que le pregunto:
– Joven, ¿A dónde vas?
– Quiero cruzar el desierto.
El anciano quedo pensativo un momento y añadió.
– Deseas algo difícil. Para cruzar el desierto te harán falta tres cosas. Toma estas piedras. Este topacio es la fe, amarillo como las arenas del desierto, esta esmeralda es la esperanza, verde como las hojas de las palmeras, y este rubí, es la caridad, rojo como el sol de poniente. Anda siempre hacia el sur y encontraras el oasis de Náscara, donde vivirás feliz. Pero no pierdas ninguna de las piedras, pues no llegarás a tu destino.
El hombre se puso en camino y recorrió miles y miles de leguas a través de las dunas amarillentas sobre su camello. Un día le asaltó una duda:
– ¿No me habrá engañado el anciano? ¿Y si no existiera el oasis que me prometió y el desierto no tuviera fin?
Ya iba a volverse cuando notó que algo se le había caído sobre la arena. Era el topacio. El joven se bajó para cogerlo y pensó:
– No. Tengo que confiar en la promesa del anciano. Seguiré mi camino.
Pasaron muchos días. El sol, el viento, el frío de la noche le iban agotando. Sus fuerzas desfallecían y ni una palmera ni una fuente se veían por el horizonte sin fin. Ya iba a dejarse caer del camello para aguardar la muerte bajo su sombra, cuando noto que se la caía algo al suelo. Era la esmeralda. El joven se bajó a recogerla y se dijo:
– Tengo que ser fuerte, tal vez, un poco más allí estará el oasis. Si no sigo, moriré sin remedio. Mientras tenga un soplo de vida seguiré.
Continuo el joven el camino, cuando encontró un pequeño charco de agua junto a una palmera. Ya iba a lanzarse sobre el charco, cuando vio los ojos de su camello suplicantes y tiernos como los de un hombre pidiendo, el agua. Pensó entonces que debería tener piedad del animal desfallecido, pues él aún podía resistir, y dejó que bebiera aquellos pocos sorbos.
Cuál no sería su asombro cuando el camello cayó muerto a sus pies. El agua estaba corrompida. En el suelo notó el joven que brillaba el rubí y lo recogió, dando gracias al cielo por haber recompensado su generosidad con el camello.
Al alzar la vista, vio a lo lejos unas palmeras. Era el oasis de Náscara. Al llegar encontró, junto a una limpia fuente, al anciano de la cueva que le sonrió alegremente.
– Has llegado a tu destino puesto que has conservado las tres piedras preciosas. La fe, la esperanza y la caridad. ¡Ay de ti si hubieras perdido alguna, hubieras perecido sin remedio!
El anciano después de darle agua fresca y dátiles, se despidió del joven diciéndole:
Guarda siempre durante tu vida, junto a tu corazón, el topacio, la esmeralda y el rubí. Así llegarás hasta el paraíso. Nunca los pierdas.