Hace muchos años, en una aldea de Palestina, un hombre llamado Eliab tenía una posada. Aquella helada noche de diciembre, la posada estaba llena, y Eliab andaba ocupadísimo instalando a sus huéspedes. La pequeña Esther,la hijita de Eliab,era la encargada de la puerta.
– No abras a nadie -le advirtió su padre-. No hay ni una habitación.
Cuando Esther se quedó sola en el zaguán, oyó que llamaban a la puerta. Abrió sólo a medias y se asomó por la rendija. Un hombre de hermosa barba y ojos dulces, sujetaba una mulita. El hombre habló así.
– Yo soy José, de la estirpe de David, y ésta es mi esposa, María de Nazaret.
Esther abrió más la puerta y vio, a María sentada en la mulita.
– Vengo fatigada del viaje y estoy muy débil. ¿Hay posada para nosotros?
Esther les hubiera dejado entrar, pero recordó las palabras de su padre: «No abras a nadie. ¡No hay ni una habitación!
– Sólo por esta noche -suplicó el peregrino. Mi esposa va a ser madre.
Esther no lo pensó más. Abrió la puerta. Los instaló en la habitación de sus padres y se llevó la mulita al establo.
– No habrás abierto a nadie-le dijo Eliab, al pasar. ¿Supongo bien?
– Supones mal -contestó Esther, y, le confesó que habla admitido a un matrimonio, de la estirpe de David, no muy bien vestidos. Pero ella esperaba un hijo. Por eso, les he dado tu habitación.
Esther se libró de un buen azote, porque en la puerta sonó un aldabonazo.
– ¿Hay posada para el Rey Melchor? -dijo alguien con voz potente.
– ¡Un Rey en mi posada! -y Eliab empezó a temblar-. ¡Abre, Esther! ¡Ábrele en seguida! ¡Prepara nuestra habitación y di a ese matrimonio que se vaya!
Con lágrimas en los ojos, habló Esther al matrimonio
– Hay una habitación -les dijo- donde mi madre cose. Venid y descansaréis allí.
Acababa de arreglarles el cuarto, cuando sonaron en la puerta dos aldabonazos.
– ¿Hay posada para el Rey Gaspar? -preguntó una voz de trueno.
Esther tembló. ¡Otro Rey en su posada! ¿Dónde podrá alojarlo? – ¡Ah, sí! ¡En la habitación donde su madre cose! ¡Abre al Rey Gaspar en seguida!
Con lágrimas en los ojos, habló Esther al matrimonio:
– Mi habitación es chiquitita; os la ofrezco de todo corazón.
– El Niño estará muy bien aquí -dijo ella. Gracias, pequeña.
Esther iba a dormir a la cuadra, pero, sonaron tres aldabonazos.
– ¿Hay posada para el Rey Baltasar? -rugió una garganta.
¡Tres Reyes en su posada! ¿Dónde hospedar al que acaba de llegar? ¡En tu cuarto, Esther! -se le ocurrió de pronto-. ¡No hay otra solución! ¡Abre al Rey Baltasar!
Llena de tristeza y de vergüenza, volvió a hablar Esther a los peregrinos. – Yo iba a dormir en el establo -les confesó-. Si queréis aceptarme ese lugar, mejor será que dormir a la intemperie. Los esposos, una vez más, aceptaron y poco después todos dormían.
A eso de la medianoche, Esther se despertó sobresaltada. Por la puerta entraba una gran luz.
– ¿Qué sucede? -preguntó el posadero a una sirviente.
– ~El Mesías ha nacido en tu establo y está recostado sobre las pajas del pesebre! ¿Por qué no quisiste dar posada al Rey de Reyes?
– ¿Qué yo no he querido qué? -y entonces recordó a aquellos peregrinos de la estirpe de David, que esperaban un Hijo, y se sintió morir.
Blanco como la nieve, fue abriéndose camino entre los grupos de pastores y aldeanos que se dirigían al establo. Una estrella flotaba sobre las rocas. Trató de entrar, pero allí estaban Melchor, Gaspar y Baltasar, y le cerraron el paso.
– ¿Por qué nos diste posada a nosotros y a Él no? ¿No sabías que somos Reyes de la Tierra, pero Él es Rey del Cielo? – Quédate fuera. Tu corazón es de hielo, y en hielo te convertirás, para que conozcas el frío de una noche sin cobijo.
Y el posadero quedó allí, arrodillado en la nieve. Su cuerpo se volvió de piedra. Pero alcanzó a ver lo que pasaba en el establo. María y José le daban el Niño a su hija Esther para que lo tuviera en brazos. Y el Niño miraba a Esther y le sonreía. Y lágrimas de amor y arrepentimiento le brotaron a Eliab del corazón, fundiendo con su calor el hielo de su cuerpo. Los tres Reyes le dejaron entrar.- Y te prometo -le dijo Eliab al Niño- que jamás me negaré a dar posada al peregrino, por pequeño y humilde que sea.