El arzobispo de Arkangelsk navegaba hacia el monasterio de Solovki, cuando un comerciante le indicó que en un islote cercano habitaban tres hombres que se habían retirado años atrás en soledad con el único objetivo de orar por la salvación de los hombres. El arzobispo, comido por el celo pastoral, decidió poner rumbo a aquel lugar apartado.
Cuando llegaron a la isla, encontraron a tres hombres barbudos cuya apariencia revelaba el paso de los años y la austeridad de sus costumbres.
—«He sabido que aquí trabajan por la eterna salvación –afirmó el arzobispo–. Por la gracia del Altísimo, yo, su servidor indigno, he querido visitarlos, puesto que al Señor sirven, para traerles la palabra divina.
Los ermitaños permanecieron silenciosos, se miraron y sonrieron.
—Díganme cómo sirven a Dios –continuó.
El ermitaño que estaba en medio suspiró y lanzó una mirada al viejecito. El más grande de los ermitaños hizo un gesto de desagrado y también miró al viejecillo. Este sonrió y dijo:
—Servidor de Dios, nosotros no podemos servir a nadie, sino a nosotros mismos, ganando nuestro sustento.
—Entonces, ¿cómo rezan? –preguntó el prelado.
—He aquí nuestra plegaria: “Tú eres tres, nosotros somos tres…, concédenos tu gracia”».
El arzobispo consideró que esa plegaria no era del todo conforme a la gloria debida al creador, y respondió: «Sin duda han oído hablar de la Santísima Trinidad, pero no es así como hay que rezar. Les he tomado afecto, venerables ermitaños, porque veo que quieren ser gratos a Dios, pero ignoran cómo se le debe servir. Lo que van a oír está en la Sagrada Escritura de Dios, donde el Señor ha indicado a todos cómo hay que dirigirse a Él».
Tomando el evangelio, el arzobispo puso todo su empeño en enseñarles el Padrenuestro. No fue tarea fácil. Sus torpes inteligencias no eran capaces de recordar las palabras. Costó un día entero. Finalmente, la empresa fue exitosa, y los tres hombres de Dios llegaron a recitar de corrido la oración.
El arzobispo y sus acompañantes se hicieron a la mar. Era ya noche cerrada, y sin embargo no todos dormían: el prelado, absorto en sus pensamientos, reflexionaba acerca de aquella particular visita pastoral. Fue entonces cuando, preso de la sorpresa, vio aparecer caminando sobre las aguas a los tres ermitaños que se dirigían a la nave despidiendo un brillo de inefable blancura.
—Servidor de Dios, ya no sabemos lo que nos has hecho aprender. Mientras lo hemos repetido nos acordábamos, pero una hora después de haber dejado de repetirlo se nos ha olvidado y ya no podemos decir la oración. Enséñanos de nuevo.
El arzobispo hizo la señal de la cruz, se inclinó hacia los ermitaños y dijo:
—¡La plegaria de ustedes llegará de todos modos hasta el Señor, santos ermitaños! No soy yo quien debe enseñarles. ¡Rueguen por nosotros, pobres pecadores!».