En un gran restaurante autoservicio, una señora anciana se sirvió un buen plato de sopa, la puso en la bandeja, pagó en la caja y se colocó en una mesita libre. Colgó su bolso en la silla y se disponía a saborear su humeante y aromática sopa, cuando se dio cuenta de que había olvidado coger la cuchara.
Dejó todo y fue a buscar la cuchara.
Cuando volvió, vio con sorpresa que su puesto estaba ocupado por un joven de color que estaba tranquilamente tomando su sopa.
La mujer quedó perpleja e indignada. Después, disimulando malamente su disgusto, se sentó en la silla de enfrente y hundió la cuchara en la sopa, bajo la nariz del intruso. El joven sonrió y continuó comiendo.
Ella comió otra cucharada, el joven otra.
Ella pensaba: «¡Qué desvergonzado! Si yo tuviera un poco de coraje. ¡Hay que acabar con estos inmigrantes!»
Cada vez que ella tomaba una cucharada, el hombre que tenía enfrente, sin hacer ningún gesto, tomaba otra.
Así continuaron hasta que quedaba solo una pequeña cantidad de sopa. La mujer pensó: «¡Ah! Quiero ver qué me dice ahora cuando termine”.
El joven le dejó la última cucharada. Se levantó, la miró con mucha educación y se marchó.
La mujer miró su silla: su bolso había desaparecido.
¡Un ladrón! ¡Era sencillamente un ladrón!
Abatida, rabiosa, roja de ira, echó una mirada alrededor. Pero el joven había desaparecido sin dejar huella.
Luego mientras continuaba mirando alrededor, su rabia se transformó en confusión y en un profundo pesar.
Sobre la mesa de al lado, había una bandeja, con un plato de sopa que se estaba enfriando y sin cuchara. En la silla, colgado como lo había dejado, estaba su bolso.
Sintió enorme vergüenza. Solo entonces comprendió que ella se había equivocado de mesa y que aquel que joven comía una sopa igual a la suya la había compartido con ella sin sentirse indignado, nervioso o superior; todo lo contrario que ella, que se había malhumorado y se había sentido herida en su orgullo.