Me acababa de levantar, cuando le vi a través de los cristales empañados de mi ventana. Yo a pesar de tanto abrigo, tiritaba de aburrimiento. Él no estaba sólo. Venía al frente de su pequeño ejército de amigos voluntarios. Nunca había contemplado a un caudillo más joven y recio que él.
Mis ojos cansados de soñar sin dormir, se esforzaban para no dar crédito a esta visión heroica, tan opuesta a mi vida. Temblé de rabia cobarde cuando noté que él me miraba.
Con voz fuerte, mientras su mirada amablemente se mantenía hacia mí, me preguntó:
“¿Te vienes conmigo?”.
Como si no lo hubiera oído, casi disimulando, proferí algo así como:
“¿Eehh…. Quéee…?”.
Su recia voz se oyó de nuevo:
“¿Qué si te vienes voluntario conmigo?”.
Tartamudeando, débilmente respondí:
“No, no puedo…, es que estoy aquí atado…; atado voluntariamente, al suave y lindo calorcito de mi estufilla…”.
Mientras yo bostezaba, su voz –la voz de él– resonó majestuosa, con la nobleza amplia de las cascadas eternas: “¡En marcha!”. Sus soldados decididos y voluntarios, caminaron tras él sobre la blancura ideal de la nieve pura. Y sus huellas –las de él– y las de ellos, quedaron impresas profundamente, marcando un camino recto y nuevo hacia el sol.
Pero yo…, yo no. He preferido quedarme aquí detrás de los cristales empañados, atado suave, cómodamente, al calorcito cercano de mi estufilla privada.