Pueden intentar destruir nuestra imagen lanzando contra nosotros injurias, mentiras o acusaciones sin base. La tentación que nos acecha siempre es responder a tales cosas con rotundidad, intentando defendernos personalmente porque nos sentimos obligados a dar la cara por nosotros mismos. En cambio, lo más prudente, lo más cristiano también, es guardar silencio, mantener la calma y que el tiempo, los otros o los propios difamadores se encarguen de restituir nuestra reputación.
Amar a los demás, como Cristo nos ha enseñado, es reconfortante. Nunca cansa. Al contrario. Infunde mayor vitalidad. Es como