Por Rogelio Zelada
Muchos siglos antes que el padre Abraham iniciara el camino de su fe, viejas tribus nómadas del mundo mediterráneo trashumaban sus rebaños por la media luna fértil que forman los ríos de Caldea, Canaán y Egipto.
Nuestros padres en la fe, gente sin tierra propia, acostumbrada a leyes y ritos de alianza con los monarcas locales, celebraban la fiesta de su pacto con Dios cuando la exuberancia de la primavera parecía indicarles que el Creador recordaba con signos de fertilidad el aniversario del comienzo del mundo.
Reunidos en torno a la hoguera relataban las historias y experiencias vividas que centurias después irían formando el rico tejido de la tradición escrita de la Sagrada Escritura. Junto al fuego, como clan familiar, compartían todos el banquete de un cordero que había sido ofrecido al Señor.
Era un sacrificio de comunión celebrado la noche de la luna llena del equinoccio de la primavera, cuando todo ya estaba recogido y listo para recomenzar la andadura.
La historia bíblica tomará y reelaborará el dato a partir del acontecimiento de Moisés y fijará en el capítulo 12 del libro del Éxodo las prescripciones rituales y el sentido teológico de lo que empezaría a ser llamado la Pascua, el gran memorial del paso de la esclavitud a la libertad, el signo sacramental de la gran alianza con el Señor en el Sinaí y la celebración de todas las promesas de Dios a su pueblo. La Pascua de Cristo da un nuevo contenido a la Pascua de los hebreos, llenándola de significados. Juan, a diferencia de los sinópticos, hace coincidir la muerte de Cristo en la cruz con el sacrificio del cordero pascual en el templo.
La coincidencia de horarios es una trasposición de significados: Cristo es el Nuevo y definitivo Cordero Pascual que nos salva con su muerte redentora y nos da una vida nueva: la de ser hijos e hijas de Dios. La Iglesia entendió que su Pascua era idéntica a la Pascua de Cristo y al celebrarla en la liturgia quiso expresar en la fuerza de los signos el misterio que se intenta vivir: la transformación de la vida de cada cristiano en un evangelio viviente; entendiendo la vida del bautizado como un comportamiento que transparenta la saturación del ser, el decir y el hacer de su Maestro y Señor. La Misa de la Cena del Señor reúne a toda la comunidad para conmemorar la institución del sacrificio eucarístico. Lo que debe suceder constantemente en la vida de cada cristiano, la Iglesia lo recuerda sacramentalmente de una manera especial en la celebración anual de la gran fiesta de la Pascua, cuyo momento culminante es el Triduo Sacro.
El Triduo Pascual, centro del año litúrgico, está formado desde muy antiguo por los días viernes, sábado y domingo. El Señor resucitó el primer día de la semana hebraica (nuestro domingo), día en que según el relato bíblico, Dios había comenzado su obra creando la luz y separándola de las tinieblas. Ya hacia el siglo II los cristianos celebraban esta Pascua Anual precedida por dos días de ayuno (viernes y sábado) que dieron origen al santo triduo, puesto que el número tres en la mente semita evocaba la acción y la presencia poderosa de Dios.
La liturgia que se fue desarrollando junto con la Iglesia, configuró lo que hoy llamamos la Semana Santa, extendiendo el Triduo al Jueves Santo (que es propiamente un prefacio o introducción a éste) y dando un sentido especial al último Domingo de Cuaresma, el Domingo de la Pasión, al que se añadió la bendición y procesión con los ramos, tomándola de la liturgia de Jerusalén del siglo IV (luego de ser adoptada por España en el siglo VII y posteriormente por Roma). Actualmente la Iglesia recuerda el Domingo de la Pasión, o de Ramos, la entrada de Cristo en Jerusalén, pero con el deseo y la aspiración de que los fieles coloquen el acento en la escucha y la meditación del relato de la Pasión proclamada solemnemente en el Evangelio de ese día.
Misa Vespertina de la Cena del Señor
El Jueves Santo estaba antiguamente caracterizado por tres celebraciones especiales. En horas de la mañana el obispo reconciliaba a los penitentes que habían cumplido con los ejercicios cuaresmales, para que éstos pudieran participar al atardecer en la Misa de la Institución de la Cena del Señor. Entre una y otra celebración tenía lugar la Misa Crismal, desarrollada hacia el siglo VII, en la que son consagrados los aceites que se usarán durante la liturgia bautismal en la Vigilia Pascual; el obispo confecciona el crisma y bendice el óleo de los catecúmenos y el de los enfermos, que son los santos óleos que se usarán durante el año en las parroquias. El Jueves Santo permanecen dos Eucaristías, aunque por razones de sentido pastoral, una de ellas, la Misa Crismal, suele trasladarse a algún día anterior de esa misma semana para que los sacerdotes de la diócesis puedan, junto a su obispo, renovar sus compromisos sacerdotales delante de la comunidad a la que deben servir fielemente. En una hora oportuna de la tarde o de la noche, la Misa de la Cena del Señor reúne a toda la comunidad para conmemorar la institución del sacrificio eucarístico. Rito característico de ese día es el lavatorio de los pies que aparece en el siglo V, pero que se popularizó en el medioevo como signo de fraternidad en la Iglesia. Era originalmente un gesto realizado como un rito adicional que se hacía fuera del templo; el Papa o el obispo lavaba los pies a los pobres en la plaza situada frente a la basílica o los clérigos en sus casas y monasterios. El lavatorio de los pies es un gesto privilegiado que cualifica el tipo de servicio que se espera de los cristianos que siguen el ejemplo de Jesús. Es imposible lavar los pies a otra persona si el que los lava no se coloca de rodillas a sus pies. La entrega cristiana no es desde arriba, sino desde abajo. Un digno altar de reserva recibe al Santísimo Sacramento que es trasladado al final de la celebración para que la comunidad tenga un espacio significativo y celebre una vigilia de oración y adoración hasta la medianoche, ocasión única para profundizar en el espíritu de estos días sagrados y entrar de lleno en el misterio de la muerte y resurrección del Señor. Una vigilia en la que fuertes momentos de silencio pueden alternarse con cantos, salmos y lecturas apropiadas. La Eucaristía del Jueves Santo omite la conclusión habitual de toda Misa: la despedida y la bendición. Queda como un espacio abierto que empalma silenciosamente con la solemne liturgia del Viernes Santo como continuación de una única gran celebración que terminará con la bendición final de la Misa de Pascua.
Celebración de la Pasión del Señor
El Viernes, día de oración, silencio, ayuno y abstinencia de carne, sigue el mismo antiquísimo esquema de lecturas, cantos y oraciones. El que preside se postra ante el desnudo altar y junto con él toda la asamblea se pone de rodillas para comenzar con un clima austero y sosegado que debe llevar desde la meditación de la Pasión del Señor hasta la gran oración de intercesión universal por todas las necesidades del mundo en que vivimos. Es momento de solidaria reconciliación en que hay que escuchar con el corazón abierto y admirado ante el misterio del amor de un Dios que muere por amor, por la salvación de todos. A la liturgia de la Palabra respondemos con el gesto de la Adoración de Cristo en la Cruz. Es un momento de solemne grandeza en el que tiene importancia fundamental la veneración personal de la cruz. A pesar de que la tradición y el sentido se opone a ello, en muchos lugares en razón de la prisa se multiplican las cruces al momento de la adoración, empobreciendo la fuerza del signo de una única cruz. A la adoración de Cristo en la cruz, signo del misterio del crucificado, continúa el gesto de la comunión eucarística, la comida y la bebida con el cuerpo entregado y la sangre derramada del Señor. Realizamos aquello que decía san Agustín: convertirnos en aquello mismo que comemos, en sencilla entrega total y generosa. La liturgia del Viernes Santo también queda como inconclusa, todos deben retirarse calladamente, dando un relieve de final austero e impresionante que deja paso al silencio hondo y meditativo. Es el comienzo del descanso del Señor en el sepulcro, el séptimo día, cuando el Señor descansó al finalizar su obra creadora.
Vigilia Pascual en la Noche Santa
El Sábado Santo fue siempre un día alitúrgico (no se celebra la Eucaristía). Día de ayuno total que culminaba en la gran vigilia de oración que se prolongaba hasta el amanecer con la celebración de la Eucaristía el primer día de la semana, el domingo. San Agustín la llama la «madre de todas las vigilias». Se trata de esperar en vela durante la noche para acoger la luz de Cristo en la Liturgia de la Luz, al Resucitado, palabra última de Dios en la liturgia de la Palabra, al Creador de la nueva vida, en la Liturgia bautismal y al Señor, pan de vida, que nos acoge y recibe en el abrazo de la Eucaristía.
La Procesión con el cirio encendido, que aparece ya en el siglo V, se amplía con el antiquísimo canto del pregón pascual, verdadera colección de imágenes tomadas del libro del Éxodo en una síntesis de los grandes temas de la historia de la salvación. Esta idea se amplifica en las siete lecturas que siguen: la creación del mundo, el sacrificio de Abraham, la salida de Egipto, la nueva Jerusalén, la salvación universal, la fuente de la sabiduría, un corazón y un espíritu nuevo, cada una con su salmo y oración presidencial propia. La gran historia de la salvación culmina en el misterio pascual de Cristo y entonces el canto del Gloria, ausente de la Iglesia durante toda la Cuaresma, inundará festivamente la asamblea con la alegría por la resurrección de Cristo el Señor. Es el momento de reconocer nuestra pertenencia a la Iglesia, el marco adecuado para la liturgia bautismal; de la luz pasamos a la Palabra y ahora al agua de vida. Ya desde el siglo II se bautizaba a los nuevos cristianos en este momento. La iniciación cristiana tiene aquí su encuadre perfecto; los sacramentos de iniciación: Bautismo, Confirmación y Eucaristía celebrados encadenadamente reflejan la antiquísima experiencia original de la Iglesia. Nos unimos a los nuevos cristianos recordando nuestra dignidad de bautizados y por eso renunciamos al mal y nos confesamos hijos que nos reconocemos hermanos en el mismo Padre de Cristo Salvador por la fuerza y el impulso del Espíritu Santo. La Vigilia Pascual, desde su centro celebrativo, abre sus brazos y los extiende por un lado hacia la Cuaresma, reconociendo el mundo del pecado del que nos arranca, y nos proyecta con su otro brazo hacia el Tiempo Pascual, ejercicio de la vida cristiana que es una invitación a vivir la fiesta y el gozo que se realizará plenamente al final de los tiempos.